Microhistorias

Libros, cine, ficción, discusiones.

Categoría: Cinegrafismos

  • La doncella contempla un ocaso abatiéndose sobre la llanura y no puede evitar que le corran lágrimas por las mejillas al influjo de una  belleza que  el hombre conoce quizá desde antes de fijar y delimitar un entorno como su propiedad. En ese éxtasis, la encuentra uno de los viejos gitanos de la tribu que ha dado cobijo a la extraña occidental. Desconcertado, supone que el dios de ella la ha castigado. Sospecha que no es otro sino el dios de la Naturaleza. Abrumado, intenta explicarle a la doncella que ese dios es el más indiferente y despiadado. Le muestra un dedo congelado, un pie traumatizado: eso, para el gitano, es lo que hace el dios de la llanuras y las puestas de sol,  de los bosques y los desiertos, de las heladas y los barrancos, de los animales salvajes y los ríos turbulentos, con los hombres.

    Siempre que releo este pasaje en Orlando, no puedo sino admirar la agudeza y el humor con que Virginia Woolf nos expone entre líneas una reflexión sobre  cómo la naturaleza es pensada y vivenciada en diferentes formas por su contraparte real o complemento conceptual, es decir, la grizzly_mancultura. Mientras que el gitano padece a la naturaleza, confiando  su existencia a los designios del tiempo, sometido a las inclemencias del azar y las necesidades de sobrevivencia, para Orlando es una fuente estética y un paisaje romántico en el que la aventura y el peligro le enlazan a sus antepasados guerreros o a sus ancestros poetas. – Continúale aquí>

  • Hubo quienes, en su momento, se horrorizaron ante una película como Las vírgenes suicidas – de Sofía Coppola, basada en la novela homónima de Jeffrey Eugenides-  tachándola de fatalista, morbosa y necrófila. Pues en esta historia, nada reconfortante, las hermanas Lisbon acabaron consigo mismas – tiranizadas por una madre dictatorial – una por una, empezando por la menor de trece años, quien se arroja por la ventana durante una de esas fiestas de adolescentes, vigiladas por los padres, que algunos deseamos olvidar para siempre y en las cuales se nos reservó, en una sola experiencia, la vergüenza entre un éxtasis falto de color y un hastío que carece de respuestas.
    Aún nos preguntamos por qué las hermanas Lisbon se mataron y sospechamos que hay momentos, o días, o épocas,  en que el mundo se vuelve una pesadilla donde el hastío maquinal reclama sus ofrendas de carne. No logramos comprender del todo a estas adolescentes y persisten en su enigma de esfinges en primavera. Atormentados y embelesados con la imagen que cada una de ellas despierta, más de uno las habremos soñado  en tardes donde los árboles enferman y sólo la música o la conversación dispersan por un rato el aislamiento y el confinamiento de las ciudades donde cada centímetro cuadrado se vende  a fuego y donde el miedo y el honor se alían para que las paredes proliferen sobre el mismo encerramiento que terminó por matar a las vírgenes.
    «Se nota que usted, doctor, nunca ha sido una niña de trece años»…

    (Sólo interesan aquellos filmes que se pueden volver a ver para encontrar matices y sentidos que en el primer deslumbramiento pasan desapercibidos.
    Los personajes, en el cine, pueden llegar a ser intensamente dramáticos o prolijamente literarios, pero dudemos de que eso por sí mismo nos acerque a ellos. El acercamiento a ese otro desconocido, en que nos interna un film de Von Trier, verbigracia, se logra desde el punto de vista  de un Otro que  viene a ser el creador del film y el cual  no debe identificarse sólo con el director, sino también con los actores, el guionista, el camarógrafo, hasta el medio físico y el azar:  ese conjunto de fuerzas humanas y materiales que dan por resultado el film en su irrepetible aparición, viviendo la aventura de observar a un otro imaginado dentro de un experimento psíquico, estético y material que oscila  entre penetrar su ámbito íntimo o flotar por las lejanías desde donde aquél permanece inaccesible: el otro desde otro, la hechizante contemplación de un otro cuya mirada se (nos) incrusta  en el devenir imaginario de los otros).

    Lost in traslation (o Perdidos en Tokyo)  y dos seres en extremos opuestos de la existencia, en situaciones contrastantes, se encuentran en las antípodas de su origen.
    Arquitectura japonesa – motivos de cerezo y lago, geometría con algo de jardín y reposo, simetrías de piedra ablandada por la frescura de las sombras y blanqueadas por el sol – en promiscua fusión con el abigarramiento luminiscente y ruidoso del Tokyo postindustrial.
    Soledad en los hoteles. La urbe descomunal reconocible y sin embargo bañada por un cierto extrañamiento cultural, como una ciudad de otro planeta desgajado del globo terráqueo. Apenas hay acción: poética de la sugerencia y el signo abierto, búsqueda de la emotividad delineada y no tanto de la expresividad emocional. Secuencias de encuentros y desencuentros entre ese maduro nostálgico y la frágil recién casada de rostro inolvidable.
    Asimismo, esta tensión se traslada a las ambientaciones y los encuadres, como si los encuadres no alcanzaran a captar del todo las dimensiones estéticas de los exteriores. Contrastes, fugas, silencios, penumbras.
    Música de Air mientras ella camina a solas y se encuentra con una escena proveniente de un pasado mítico extendiéndose como  línea en el tiempo para hacerse visible en el presente de parque citadino.
    El único encuentro posible, en ciertos momentos, está en la despedida, en la esperanza incierta que presagia o entierra o promete.

  • Estos días de lluvia me han hecho recordar aquella lejana época en que, mudos y electrizados dentro de una sala de cine, vimos cómo Se7en consagraba a David Fincher como un artífice de atmósferas sumergidas en el gótico nebuloso de la ciudad y el mal.
    Nada es dejado al azar, como en una escritura evangélica o en la pesadilla de un paranoico, y la situación a que desemboca en el final produce una de las visiones más inquietantes que se pueden concebir desde el punto de vista ético.
    Recordemos: el asesino maniatado acaba de confesar y ha demostrado, con toda evidencia en regla, que también cercenó la cabeza a la esposa del policía que lo odia, y hasta tuvo la gentileza de enviarle el trofeo dentro de una caja en el momento culminante de su plan. La secuencia no sólo nos cuestiona si está dentro de la condición humana refrenarse en consumar la venganza, a favor de una justicia «legal» (ya no perdonar, lo inalcanzable, pues ¿quién se contendría en el lugar del policía y no aprovecharía para tomarse una revancha inmediata ante la monstruosidad del crimen y la burlesca confesión? ¿Quién recordaría y acataría en ese momento palabras sagradas como: «La revancha es sólo mía» del dios bíblico?), sino también inquiere sobre quién acaba con quién, quién triunfa en última instancia en ese duelo de sistemas éticos adversos.
    El policía dispara varias veces sobre el cráneo inerme del antiprofeta y con ello extermina también toda posibilidad de confiar la justicia absoluta en manos humanas. La justicia – quiere demostrar el plan maestro,  decorado con escenas del infierno, de este psicópata cristiano – debe carecer de humanidad (y hasta regodearse en lo inhumano) para tender a la perfección de una escritura enérgica y sublime. Así, el asesino de este film recuerda al capitán Ahab en cacería de la ballena blanca, tratando de borrar el inextirpable Mal en el universo, el absurdo y el pecado que escapan a todo límite y a los que sólo se puede combatir con una obsesión suicida.
    Como elegido, este Zaratustra mártir no tiene cabida para la duda. Su sacrificio tiene el sentido de una fastuosa alegoría que instruya a futuros justicieros, pero para ello es necesario primero desvirtuar por completo a la justicia humana y contradecirla, hacer que se vuelva contra sí misma, escenificar – pues todos sus asesinatos son como escenificaciones de misterios medievales actualizados y reconstruidos en el sentido inquisitorial – al pecado corporizándose en tortura vuelta contra el pecador.
    El color del mal urbano, entonces, no se muestra de un negro absoluto, sino como una tonalidad que abarca una gama de crispaciones, pulsiones y contraluces procedentes de un arcoiris en negativo que en ciertos momentos, como en las últimas escenas de Se7en, es posible percibir en todos sus matices deletéreos y en todo su inverso esplendor.

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    «La inmediatez del cine, la hondura y libertad de la prosa, la precisión de la poesía…»:  tales fueron los rasgos que se impuso Truman Capote para su novela A sangre fría – tan maldita como celebrada – que narra las historias de dos mundos opuestos: el de una familia acaudalada y el de sus dos asesinos, mundos que colisionan durante una noche irreparable.
    Una historia escrita con la credibilidad de la realidad cotidiana, se dice a menudo para relacionar la obra de Capote con el periodismo, pero no olvidemos que su auténtico modelo al escribir A sangre fría, como él mismo afirmó, fue En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, no las crónicas o los reportajes.
    A Truman Capote le llevó seis años como “detective literario” volver hacia atrás en el tiempo y reconstruir las circunstancias, los incidentes, las vivencias, las coincidencias y las historias, secuelas y precuelas, que se relacionaron con esa noche atroz donde una familia entera es ejecutada. Capote nunca esperó que al reconstruir tal historia se encontraría con la suya propia.

    Mirando desde lo alto de un rascacielos, arrellanado delante de su máquina de escribir, protegido por los libros de su departamento y por el glamour de sus selectas amistades, supo que las ventanas de la escritura también son peligrosas: mirando hacia el suelo  alcanzó a distinguir, perdido en el asfalto sanguinolento, la silueta de su doble inverso mirándole desde una alcantarilla antes de hundirse en el lodo y desaparecer. Buscando el tiempo extinto de otros, encontró el suyo en una vida paralela.
    Y sin que nadie comprendiera, tal vez ni él mismo, Capote se fue dejando caer.

    (La vida del escritor es intraducible al cine. Nos enteramos de los trabajos y los días del escritor en el medio que lo limita en el espacio y el tiempo, pero no de su batalla contra sí mismo y contra el lenguaje. Tan sólo leyéndole empezamos a comprender su rostro)

    Truman Capote era un estilo que buscaba abarcar lo más eficaz y directo de los estilos: una sintaxis fluyente, matices delicados y  evocadores, una fuerza violenta en las imágenes cuando el momento así lo precisa, cierta claridad eufónica, una vibración musical dispersa con elegancia. Una prosa que funciona, pero no dentro de los engranajes periodísticos o discursivos, sino dentro de la mejor tradición poética de la claridad .
    El estilo de Capote, impactante desde el punto de vista de la eficiencia narrativa, como  se observa con todo relieve en Música para camaleones (una de las cimas en la cuentística del siglo XX), casi no tiene paralelos. Reúne en un solo movimiento diversas intensidades y velocidades de la forma más ajustada posible, sin importar la extensión y complejidad de de su desarrollo y sin hacer concesiones al lector. Como en un film de Orson Welles o en una página de En busca… , Truman Capote contempla su cosmos – tan real como ficticio – con el ojo de un poeta. 

  • Fueron necesarios algunos siglos para que Homero tuviera un intérprete penetrante en Aristóteles -ya sabemos que Platón, aunque confiesa guardarle cariño al poeta, no deja de considerarle tan sólo un artista, es decir, un imitador de la naturaleza. Son miles de años de escritura a partir de Gilgamesh, y desde los primeros exégetas judíos el acervo de la interpretación ha crecido y se ha ramificado en un árbol que reverdece y se transforma en cada generación de lectores.

    Pero no ha ocurrido lo mismo con el cine – y no nada más por cuestión de tiempo. No sólo el problema consiste en que se trata de un arte que sustrae de todas las demás artes elementos de sus lenguajes para conformar un lenguaje único y específico, de tal manera que propendemos a interpretarlo desde críticas artísticas que le son interiores y extrañas a un tiempo. Suele acontecer que al hablar de un film, un pintor o un fotógrafo se referirán sobre todo a la composición visual de la imagen, así como el dramaturgo explorará a los personajes a través de conceptos como el distanciamiento, la identificación o la tensión dramática ( o hasta podrá ensañarse con el formulismo, cuando no degeneración, al que han sido sometidos el drama, la tragedia y la comedia por Hollywood), mientras que tal vez el arquitecto verá los artificios de la luz jugando con el espacio y los sólidos. El narrador dispondrá de armas estructurales para desentrañar los mecanismos del montaje y abrigará interrogaciones sobre la psicología de los personajes… ¿Cómo no señalar también ese recurso, que nace con la ópera, de la música fungiendo ya no como acompañante, sino como énfasis y expresión del estado anímico de un personaje, o como elemento mismo de un paisaje,  o subrayando una atmósfera, una acción, un matiz?
    Pero el cine como tal se nos sigue escapando, la crítica no dispone más que de procedimientos aprendidos de otras artes. Decir que es imagen en movimiento parece no sólo preciso y válido, también se revela tan reductor como constrictivo. Si fuera sólo eso, bastaría la hermenéutica – textual y pictórica – para arrancarle el secreto de una forma de comentario que lo abarque. Pero más que imagen en movimiento, el cine es movimiento hecho imagen y tal vez ello en parte explica lo inatrapable de su espesor, aquello que se resiste a todo procedimiento interpretativo y que le concede su complejidad extraterritorial como arte. Pues el cine continúa siendo un territorio fuera las demás artes mientras vive a expensas de ellas.
    Pero hay algo más: el cine dispone de un territorio de lenguajes que son colectivos y tienden a lo anónimo: el mito se hace imagen y epopeya privada, así como el paisaje físico se convierte en tiempo capturado e internalizado. Las obras cinematográficas, así se les llame “de autor” a las que llevan impresas la dimensión personal de su creador, dependen de un cierto vocabulario no elucidado y que no es pictórico, narratorio o dramático, sino que se sustenta en una realidad observada y transpuesta al espacio de la pantalla, pero también encontrada y creada desde el ojo de la cámara, ojo de poeta contemplando desde una individualidad que tiende a diluirse en el alma de lo colectivo.
    El cine, parafraseando a Salvador Elizondo, debiera empezar a ser interpretado como el producto de una cámara lúcida, es decir, una cámara que crea el espectáculo a filmar y que se crea a sí misma al operar sobre una realidad inventada por ella.
    Aun así, hemos de esperar al Aristóteles de un siglo futuro para empezar a comprender al cine más allá de una técnica que sólo sirve para explicar la representación, pero deja en la incógnita aquello que ha sido representado, es decir, aquello que hace al cine como tal.

  • Salvaje de corazón inicia el trayecto por una carretera dantesca, a bordo de un romance entreverado con el género negro y los horizontes surreales, una aventura tan hilarante y satírica como impregnada de conmocionantes extrañezas, para  internarse después en la Carretera perdida que oscurece la paleta bajo la tormenta y sumerge al amor en un desdoblamiento psicótico donde no hay salida y el principio es el fin de conducirnos a ese boulevard de las pesadillas rotas que es  Mulholland Drive, frontera entre el sueño casi freudiano y la vigilia criminal de una actriz fracasada que se suicidará y resucitará exitosa en INLAND EMPIRE para filmar con su ojo persecutor y perseguido  la maquinaria omnividente de Hollywood y la delirante/paranoica/transgresora desintegración de su personalidad, dislocación del personaje fílmico en pinturas espaciotemporales, irrealidad expansiva usurpando lo hiperreal, cine absoluto invadiendo el espacio urbano, aunque en la última secuencia  todo parecerá una broma, la jugarreta maestra de un relator que ha sabido hacer de sus obsesiones la materia sensible de la que están formados los sueños mitológicos de nuestra era, sabiendo que la carretera no conoce paradero porque su ruta corre  hacia el fondo de nuestras mentes.

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    – Ya nos conocemos, ¿verdad?

    – No lo creo… ¿Dónde cree que nos conocimos?

    – En su casa. ¿No lo recuerda?

    – No, no lo recuerdo… ¿Está seguro?

    – Por supuesto. De hecho… estoy ahí ahora.

    – ¿Qué quiere decir? ¿Dónde está ahora?

    – En su casa.

    – Eso es absurdo, amigo.

    – Llámeme. Marque su número. Adelante.

    El hombre acepta dubitativo y marca su propio número en el teléfono inalámbrico que le extiende quien se encuentra enfrente de él.

    Le dije que estaba aquí – responde la misma voz por el auricular.

    – ¿Cómo hizo eso?

    – Pregúnteme – sugiere u ordena quien se encuentra enfrente.

    – ¿Cómo entró a mi casa? – pregunta el hombre al teléfono.

    Usted me invitó. No acostumbro ir a donde no me desean – contesta el auricular.

    – ¿Quién es usted?

    Pero ya no sabe a quien está preguntando, si al teléfono o al hombre pálido y de ojos negrísimos observándole con una fría malicia. Una carcajada como toda respuesta.

    Devuélvame mi teléfono – dice la voz dentro del teléfono.

    – Fue un placer hablar con usted – y el hombre pálido se retira perdiéndose en la fiesta.

    A través del parabrisas, la noche, el asfalto vertiginoso huyendo hacia atrás. Un solo observador persecutor para demasiadas mentes. Encuentros y desapariciones enmedio de una vigilia que simula el ambiente de los sueños, como un sueño imitando la consistencia de la razón.

    Recordar la leyenda de que los vampiros sólo pueden entrar a una casa si son invitados a ella. Un doble vampirizando como súcubo a un hombre deambulando sobre la banda de Moebius de una carretera que avanza hacia el lejano interior de una psique escindida, fragmentaria, distorsionante. Recordar a Lacan: si no existiera la escritura, nuestra vigilia transcurriría como en el mundo de los sueños.

    Una sola mente al volante para demasiados observadores.

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    Un hombre camina por la calle. Una mirada incesante lo sigue por detrás. El hombre se da cuenta por momentos de que la mirada se acerca, está a punto de alcanzarle, de revelarlo, de completar la visión, y justo cuando la mirada va a cumplir su objetivo, el hombre camina más de prisa o pegado a una pared o se oculta el rostro con un pañuelo o bajo el sombrero.
    El hombre entra a un edificio donde sube por una escalera sin dejar de ser perseguido por esa mirada. El hombre se resguarda en una habitación donde iniciará un proceso de salvación, de eliminación. No advierte que la mirada ha entrado también en ese cuarto. El hombre contempla unas cuantas y vagas fotografías de su pasado. Expulsa al inocente animal que podría observarlo. No contento con ello, cubre el espejo y los muebles, rompe las fotos, destruye todo rastro de sí mismo y de la presencia de los otros. Ya no hay más mundo: ni percibir ni ser percibido: el nirvana de la sensación.
    El hombre se sienta en un balancín, cierra los ojos, como si dormitara, como si por fin descansara en la inminencia de una liberación de sí, de los demás, de los objetos, de ese todo abrumador que ahora se ha reducido a una habitación en simulacro de la nada.
    Estamos en el final de un hombre, en el término de su percibir, en el hundimiento del mundo, en la aniquilación de lo real.
    Pero entonces el hombre abre los ojos como en una resurrección.
    Y se encuentra consigo mismo, con otro hombre – otro ser que es él mismo -, con otro Yo que es su propio Yo, con otro rostro que es su rostro observándole fijamente, sin expresión alguna, sin más gesto que la concentración, sin más rictus que la impavidez, tan sólo observando.
    “Ser es ser percibido”.
    ¿Quién es el ser que mira tras la cámara o tras la pantalla, desde la oscuridad de la sala, desde el flujo verbal de su consciencia, desde un ojo interior que no duerme; quién proyecta el film en el cristal infinitamente abierto y trasparente del significado?¿Quién es el espectador tras de los actos de nuestra existencia, quién es el ser que se percibe a sí mismo, quién es el homúnculo sin forma hasta el fondo?
    ¿Quién está observando, quién escribe en este momento, quién está leyendo?
    ¿Quién cree aniquilarse, quién no puede ser aniquilado?

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    En un paradisíaco – al parecer – pueblo norteamericano, rodeado de bosque y vigilado por una cumbre de dos picos, aparece muerta una chica cuya  existencia parecía  perfecta, de nombre Laura Palmer, reina de belleza y destinada, o eso parecía, a una vida exitosa y brillante. La única serie de TV dirigida por David Lynch, Twin peaks, desencaja tan notablemente con las series habituales de TV que quizá por ello tuvo una aceptación impredecible. También desentona con la narrativa policíaca a la que pretende en un principio seguir: el detective de la FBI que llega al poblado a investigar  dispone de sueños y señales, testimonios extraños, pistas fantasmasles, comunicaciones subterráneas, para tratar de resolver el asesinato de una jovencita cuya otra vida corrió paralela a la otra existencia de Twin Peaks. Lejos de iluminar la escena del crimen, el detective nos introducirá en la oscuridad del bosque rodeando al pueblo como una presencia  antigua y maligna, una deidad caótica que tiene por prisioneros a los habitantes de Twin Peaks.

    No sabremos quién mató a Laura Palmer, pero Lynch de nuevo irá más allá de la fachada de normalidad que aparenta un pueblo tranquilo, una ciudad pequeña, una comunidad de aguas serenas, para develarnos el laberinto de Creta y la bestia escondida tras los muros.