La doncella contempla un ocaso abatiéndose sobre la llanura y no puede evitar que le corran lágrimas por las mejillas al influjo de una belleza que el hombre conoce quizá desde antes de fijar y delimitar un entorno como su propiedad. En ese éxtasis, la encuentra uno de los viejos gitanos de la tribu que ha dado cobijo a la extraña occidental. Desconcertado, supone que el dios de ella la ha castigado. Sospecha que no es otro sino el dios de la Naturaleza. Abrumado, intenta explicarle a la doncella que ese dios es el más indiferente y despiadado. Le muestra un dedo congelado, un pie traumatizado: eso, para el gitano, es lo que hace el dios de la llanuras y las puestas de sol, de los bosques y los desiertos, de las heladas y los barrancos, de los animales salvajes y los ríos turbulentos, con los hombres.
Siempre que releo este pasaje en Orlando, no puedo sino admirar la agudeza y el humor con que Virginia Woolf nos expone entre líneas una reflexión sobre cómo la naturaleza es pensada y vivenciada en diferentes formas por su contraparte real o complemento conceptual, es decir, la cultura. Mientras que el gitano padece a la naturaleza, confiando su existencia a los designios del tiempo, sometido a las inclemencias del azar y las necesidades de sobrevivencia, para Orlando es una fuente estética y un paisaje romántico en el que la aventura y el peligro le enlazan a sus antepasados guerreros o a sus ancestros poetas. – Continúale aquí>
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